sábado, 30 de marzo de 2013

La poesía es un arma cargada de futuro

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.



Gabriel Celaya

miércoles, 27 de marzo de 2013

El árbol de la ciencia

Y Dios, teniendo a Adán delante, dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá.

Esta hipótesis, que da nombre a la novela, y debate, que da pie a los monólogos internos de la filosofía de Baroja, está primeramente sacada del  libro Génesis de la Biblia. Dios da a elegir al hombre entre el árbol de la vida eterna y el árbol de la sabiduría, poniendo así en el ser humano el elemento que lo distingue de la especie animal: la libertad. El árbol de la vida no seduce tanto como el de la ciencia, pues el hombre quiere parecerse a Dios y eso sólo puede conseguirlo por medio del conocimiento. 

Eva, desobedeciendo a Dios, toma una manzana del árbol del bien y del mal y da a probar a Adán su fruto, y es así como nace la tendencia al mal, a todo lo relativo, en la especie humana. Desde entonces el hombre tiende por naturaleza al saber (ciencia), en vez de a la mera consecución de sus instintos (vida). 

El libro narra la vida de Andrés Hurtado, personaje que se nos presenta como un reflejo del propio Baroja: un joven médico sumido en un mundo de pesimismo y tinieblas, acorde con la situación decadente del país, que acaba de perder las colonias y la guerra de Cuba.  Su estilo y pensamiento son una clara representación de la generación del 98. Madrid aparece como una ciudad atrasada y llena de miseria. 

A través de la vida del joven Hurtado, Baroja retrata de forma realista y al mismo tiempo subjetiva la España de finales del XIX. La trama se desarrolla sobre todo en Madrid y en Alcolea del Campo, un pueblo al sur de Castilla. La crítica que hace de ambos lugares es extremadamente dura: vida en la capital, vida de pueblo. Cinismo desenfrenado, irremediable ignorancia. A excepción de un par de personas, su hermano pequeño y su esposa, prácticamente cada personaje que se cruza por su camino es criticado severamente, de una forma despectiva y cruel, condensando un aire de desánimo e inmensa  desesperanza. Todas estas personas aparecen como estereotipos que recrean la sociedad de la época: aristócratas inmorales, adúlteros; clase media competitiva y ruin; clases bajas ignorantes y faltas de cultura. Pero, por encima de todo, un sistema político corrompido, sin fundamentos morales. Pío Baroja, al igual que el resto de los intelectuales del 98, se siente doblemente engañado y traicionado por el sistema. Han vivido el fracaso de la Revolución de La Gloriosa y el de la Restauración, por lo que el Realismo llega en un momento de gran hastío creativo. 

Como con casi cualquier novela realista, El Árbol de la Ciencia es un excelente manifiesto de la debilidad que acució a España tras la pérdida de las colonias y por causa del sistema de turno de partidos (progresista y conservador). Andrés Hurtado es una persona continuamente amargada por un existencialismo profundo que no deja de alimentar mediante constantes reflexiones y teorías acerca de la vida, la muerte, Dios, el ser humano, la moral, la inmoralidad, etc. Reflexiones que le llevan en su mayoría a conclusiones  pesimistas y angustiosas, muchas de ellas sacadas de las lecturas de Kant y Schopenhauer. Autores que Baroja debió de estudiar en vida, pues la obra muestra un gran conocimiento de las teorías de dichos filósofos. 

Es una novela breve que no llega a 300 páginas. A parte de las largas conversaciones filósoficas entre Hurtado y su tío, es de bastante fácil lectura. No tiene desperdicio. 




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