Patente de corso
XLSemanal-26/11/2012
Hay un ejercicio fascinante, a medio
camino entre la literatura y la vida, que muchos de ustedes habrán practicado
alguna vez: visitar lugares leídos antes en libros y proyectar en ellos,
enriqueciéndolos con esa memoria lectora, las historias reales o imaginarias,
los personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron y que de
algún modo siguen ahí, apenas disimulados a poco que uno se fije. Para quienes
gozan de ese privilegio extraordinario, esto sitúa los lugares con bagaje
histórico o literario en un contexto singular que los hace aun más atractivos.
Ciudades, hoteles, calles, paisajes, cuando te acercas a ellos con lecturas
previas en la cabeza, adquieren un grato carácter personal; un sabor intenso.
Cambia mucho las cosas, en ese sentido, visitar Palermo habiendo leído El gatopardo, o pasear por Buenos Aires con
Borges y Bioy Casares en la recámara. Tampoco es lo mismo bajar del autobús
turístico en Hisarlik, Turquía, para hacerte una foto mientras el guía cuenta
que allí hubo una ciudad llamada Troya, que caminar por esa llanura con viejas
lecturas y traducciones en la cabeza, comprobando cómo el paso del tiempo no
secó el río Escamandro, pero alejó la orilla del mar color de vino con sus
cóncavas naves; sentir los gritos de guerra de hombres cubiertos de bronce -cayó, y resonaron
sus armas-, o ser consciente de que tus zapatos llevan el mismo polvo por
el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro.
Si eso ocurre con los libros leídos,
calculen lo que ocurre cuando los escribe uno mismo. Cuando durante semanas,
meses o años, pueblas determinados paisajes con tu propia imaginación. A mí me
ocurre con frecuencia, pues localizo los pasajes de casi todas mis novelas en
sitios reales: viajo allí, tomo fotografías y notas, leo cuanto puedo encontrar
sobre el asunto. Pocas sensaciones conozco tan agradables como caminar con
maneras de cazador y el zurrón abierto; entrar en un bar, un restaurante, tomar
asiento en una terraza y decidir: este sitio me sirve, lo meto en la novela. Y
luego, recreándote en el placer que eso depara, imaginar a tus personajes
moviéndose por el lugar, sentados donde estás, bebiendo lo que bebes, mirando
lo que tú miras. Comparado con el acto de escribir, con el momento de darle a
la tecla, esta fase previa es superior, mucho más excitante y mágica. Para
individuos como yo -sólo soy un escritor profesional que cuenta cosas, no un
artista ni un yonqui de las palabras-, lo de escribir después la novela no es
más que un trámite necesario y a menudo ingrato: un acto casi burocrático que
justifica que inviertas tiempo y esfuerzos previos cuando todo es aún posible.
Cuando te acercas a la novela por escribir sabiendo que está por hacer y quizá
esta vez consigas que sea perfecta, aunque tu instinto te diga que nunca lo
será. Acercándote a cada nueva historia con la misma curiosidad y cautela con
las que te acercarías a una mujer hermosa de la que te acabases de
enamorar. Volví a la Costa Azul hace unos días. Parte de mi última novela
transcurre allí en 1937. Y la sensación fue extraña. Agridulce. Durante los dos
últimos años me estuve moviendo por ese paisaje, primero con la expectación de
una novela por escribir, y luego para trabajar en determinados pasajes a medida
que la historia progresaba en mi cabeza y en la pantalla del ordenador. Vivía
rodeado de cuadernos de apuntes, mapas, libros ilustrados, guías antiguas y
viejas fotos que me permitieron reconstruir los lugares como el relato exigía, y
mover con seguridad a mis personajes: saber lo que veían sentados en tal o cual
sitio, describir la luz de un atardecer en la bahía de los Ángeles o las
palmeras de Matisse vistas desde la ventana del hotel Negresco, con sus copas
vencidas bajo la lluvia. Ahora he vuelto a pasear por el barrio viejo de Niza,
por los pinares próximos a Antibes, junto al mar. He salido del hotel de París,
en Montecarlo, y cruzado la plaza frente al Casino para sentarme en la terraza
de enfrente, como hace Max Costa, el protagonista masculino de El
tango de la Guardia Vieja. Y
he vuelto a detenerme en el recodo de la carretera donde él y Mecha Inzunza
conversan de noche, en la oscuridad, nueve años después de su primer encuentro.
Todo eso me era familiar antes de escribir la novela; pero ahora lo conozco de
modo muy distinto. Demasiado íntimo, tal vez. Demasiado personal. Ya no podré
volver a esos lugares sin amueblarlos con mi propia historia y personajes; sin
verlos de otro modo que a través de la novela que yo escribí. Y no estoy seguro
de que eso sea del todo bueno. Mi imaginación se apropió de ese mundo para
siempre, y ya nunca podré mirarlo con la inocencia de unos ojos libres.
Arturo Pérez Reverte
Opinión personal
He encontrado este texto en la página web de Arturo Pérez Reverte, en la que me dedico a indagar cuando se me pierde algún número del XLSemanal entre el barullo del fin de semana. He decidido copiarlo aquí porque coincide con la nota previa que escribió Rafael Sánchez Ferlosio para la sexta edición de El Jarama. En ella, el autor se queja y se desprende del sentimiento de culpa que le viene cuando los lectores admiran la descripción que hace del paisaje, al principio y final de la novela, del río Jarama. Por lo visto, estos dos textos están copiados (que no pegados) directamente de un volumen titulado "Descripción física y geográfica de la provincia de Madrid". Hoy en día, a esto se le llamaría friki. Sin embargo, el profundo y minucioso conocimiento del lugar y del espacio en el que R. S. Ferlosio narra su obra, así como de la mentalidad de los personajes que aparecen en ella, le hicieron meritorio del premio Eugenio Nadal 1955 y del Premio de la crítica 1956. No sé si R. S. Ferlosio alguna vez ha visitado las orillas del Jarama, o lo hizo a través de este tomo de investigación geológica del paisaje de Madrid. Pero lo cierto es que, fuera como fuera, la visión de este río causó el mismo impacto del que habla Reverte en este artículo de opinión: cuando un escritor hace un paisaje suyo y lo cambia para siempre.
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